viernes, 22 de enero de 2010

CAMINO A GUANTÁNAMO - STRIP SEARCH - UNTHINKABLE - FAIR GAME

Camino a Guantánamo (The road to Guantanamo, Gran Bretaña, 2006).
Dirigida por Mat Whitecross y Michael Winterbottom. Interpretada por Riz Ahmed y Farhad Harum.
Es un docudrama producido por la televisión británica. Cuenta la historia de "los tres de Tipton", son tres musulmanes ingleses sin actividad política que van a la boda de un amigo en Pakistán y terminan detenidos por presuntos terroristas en la base de Guantánamo, de donde son liberados sin presentación de cargos después de dos años de prisión y tortura.

Strip Search (USA, 2007)
Dirigida por Sidney Lumet. Interpretada por Glenn Close y Maggie Gyllenhaal.
Otro docudrama, de HBO, 55 minutos, donde muestra en paralelo las "tècnicas" de interrogatorio practicadas a una mujer en China y a un hombre en USA por estar sospechados de vinculación con el terrorismo.
El "derecho penal del enemigo" mostrado descarnadamente en dos de sus exponentes paradigmáticos.

Unthinkable -Inconcebible o Impensable- (USA, 2010, 113 minutos).
Dirigida por Gregor Jordan. Protagonizada por Samuel L. Jackson, Carrie-Ann Moss y Michael Sheen.
Filme comercial donde ante una amenaza terrorista se plantea el problema de los límites para la averiguación de la verdad. Secreto, tortura y el arsenal metodológico inquisitorial revivido en el presente ante la emergencia. Si no hay tiempo para ver una temporada completa de "24", es una versión condensada de Jack Bauer...

Fair Game (en español ha sido traducida como "Caza a la espía"). USA, 2010, 106 minutos.
Dirigida por Doug Liman. Protagonizada por Noami Watts, Sean Penn, Sam Shepard.
Basada en hechos verídicos, presenta la historia de Valerie Plame, una agente secreta de la CIA, y su marido, el diplomático Joe Wilson. Sacan a la luz la verdad sobre las famosas armas de destrucción masiva nunca encontradas en Irak: el gobierno de Bush siempre supo que era información falsa... en otras palabras el "peligro" de agresión ilegítima enarbolado para justificar la "legítima defensa preventiva" nunca existió.

NO DEJE DE LEER, EN ESTA MISMA ENTRADA, LA NOTA DEL PROF. GUIBOURG TITULADA "COMO NO TORTURAR"




Título: Cómo no torturar

Autor: Guibourg, Ricardo A.

Publicado en: LA LEY 23/03/2012, 23/03/2012, 1

Un profesor de Harvard, Alan Dershowitz, sostiene que la tortura es, lisa y llanamente, un medio lícito para la investigación y prevención de los crímenes, en especial de los vinculados con el terrorismo. Apenas propone que para su empleo haga falta una buena razón amparada por una autorización judicial, de modo semejante a las condiciones para el allanamiento de domicilio o las escuchas telefónicas. La tesis suscitó de inmediato reacciones en el medio jurídico norteamericano, pero es indudable que ella es coherente, al menos, con las prácticas de Guantánamo.

Es cierto que la Constitución argentina prohíbe expresamente y para siempre “toda especie de tormento” (artículo 18), en tanto, al parecer, la de los Estados Unidos no contiene una cláusula equivalente. Pero lo interesante del tema no es el debate jurídico, sino su consideración moral.

Hace muchos años planteé ante un auditorio de funcionarios judiciales el conocido ejemplo de la bomba. Una bomba ha sido instalada en una escuela con trescientos niños y ha de estallar dentro de una hora o antes, si alguien entra en la escuela o sale de ella. Hay un detenido, que reconoce ser el autor del atentado, pero, por lealtad a su causa, se niega a revelar cómo puede desactivarse el artefacto. Una propuesta más o menos clandestina llega hasta el jefe de la operación: si se tortura al detenido, seguramente se obtendrá la información apetecida. ¿Aceptaremos esta propuesta o arriesgaremos la vida de los niños? La respuesta de mi auditorio, por amplia mayoría, fue afirmativa: torturemos, sí, torturemos. Y alguno agregaba un comentario personal: “si entre los niños estuviera mi hijo, yo mismo torturaría a ese malhechor”.

Cuando observamos estas reacciones desde un punto de vista imparcial, nuestra adhesión a los derechos humanos hace sonar insistentemente la alarma: ellas son moral, política y jurídicamente inadmisibles, aunque humanamente explicables. ¿Quiere decir esto que el auditorio que me tocó estaba compuesto por almas perversas? ¿O, más sencillamente, que cada uno ejerció a su modo un cálculo de costos y beneficios?

Intentemos por un momento examinar el tema sin pasión (lo que tal vez no sea aconsejable, como luego se verá). El ejemplo pone en conflicto dos estados de cosas que estimamos valiosos. Por un lado, la vida de trescientos niños inocentes. Por el otro, la integridad física momentánea (porque, en el ejemplo, nadie habló de matar ni de mutilar, sino sólo de causar dolor) de un individuo que incluso se ha jactado de ser culpable. Puestos esos valores en la balanza, ¿no ha de pesar más el primer platillo?

Ahí es donde está la trampa: en el uso de la balanza para el caso individual. Allí donde estén en juego los derechos humanos, siempre generales y por lo tanto abstractos, siempre será posible invocar o imaginar circunstancias que aconsejen vulnerarlos, incluso con la fuerza de lo moralmente obvio. Si no son los trescientos niños, pueden ser la soberanía de la patria, la gloria de Dios, la defensa de la seguridad nacional, la lucha por la civilización y la democracia o, como se decía en una época, el mantenimiento del modo de vida occidental y cristiano. En ciertos casos, hasta pueden invocarse unos derechos humanos para vulnerar otros derechos humanos.

En este tema, es doloroso decirlo, cada uno de nosotros tiene un precio, entendido éste como un bien que queremos lograr o preservar a toda costa (a toda costa). El problema reside en que si hoy hacemos pagar a otros un costo muy alto para defender lo que amamos, mañana otro puede hacérnoslo pagar a nosotros para defender lo que él ama con igual o mayor fervor. La gravedad de esa situación podría mitigarse en algo (de ningún modo eliminarse), si todos tuviéramos los mismos valores, porque en ese caso podríamos extrapolar nuestras valoraciones comunes hacia el campo ontológico, convertir la vida en un verdadero conflicto entre el bien y el mal y cerrar los ojos ante el daño que los malvados obtuvieran como castigo a su perversidad. Después de todo, la humanidad tiene larga experiencia en ese tipo de actitudes sin requerir para ello consensos unánimes. Pero un par de siglos de educación liberal nos han enseñado a advertir que no todos compartimos los mismos sentimientos y también a admitir que quien no piensa como nosotros no es necesariamente un ser demoníaco. Es claro que sigue habiendo conductas que nos parecen execrables, pero aun frente a ellas nuestro espíritu refrena en algo su odio, reconoce en el otro una semejante condición humana y trata de investigar y castigar sin exceso. Tal es el material del que están hechos las garantías penales y al menos algunos de los derechos humanos.

Detrás de estas construcciones de nuestro pensamiento jurídico y moral puede rastrearse cierta reflexión prudente. En efecto, queremos condenar a los delincuentes, pero preferimos absolverlos si la prueba de su delito, aunque concluyente, ha sido obtenida por medios ilícitos. No lo hacemos tanto por piedad hacia el afectado, sino porque queremos que nuestra privacidad, por ejemplo, sea respetada dentro de ciertos límites; o queremos evitar que se nos torture, cualquiera sea el motivo que se invoque para hacerlo.

Sin embargo, en cada caso individual en el que se oponga el derecho ajeno a nuestros sentimientos, a poco que estos sentimientos encuentren alguna coartada ideológica (situación de emergencia, peligro extremo, refundación de las instituciones, revolución, efervescencia de las opiniones) es probable que aquel derecho se vea derrotado: no porque lo neguemos en general, no, sino porque consideramos que, en estas circunstancias tan graves, es preciso hacer una excepción para evitar males catastróficos. La estructura de este pensamiento es semejante a la del profesor Dershowitz, fuertemente conmovido por el ataque a las Torres Gemelas y por la amenaza terrorista en general: tendemos a parecernos a él cuando cada uno de nosotros siente amenazadas sus propias torres gemelas.

¿Cómo escapar de esta pendiente resbaladiza? ¿Cómo asegurarnos de no llegar nunca a decir “sí, torturemos”, o, por lo menos, de que si algún día, presionados por nuestros sentimientos, lo decimos, muchos a nuestro alrededor acudan a hacernos entrar en razón? El remedio es poner tanta pasión colectiva en la defensa de aquella garantía que sintamos horror por la mera idea de poner la tortura en la balanza. Porque, si llegamos a ponerla allí, es trágicamente probable que el otro platillo pese más en nuestra conciencia. Crear y mantener esta actitud no es fácil, porque ella parece irracional en el nivel de las decisiones individuales: su racionalidad sólo puede advertirse en el nivel, mucho más abstracto, de las reglas generales de convivencia. Y nuestra vida cotidiana está normalmente muy lejos de ese nivel, condicionada por emociones, temores, odios, amores, esperanzas y otra multitud de sentimientos contingentes, pero concretos y motivadores en el momento.

Ahora bien, es preciso advertir que no sólo hemos estado hablando de la tortura. Las reflexiones ensayadas a propósito de esa práctica tan repudiada son aplicables, acaso con menor dramatismo, a cualquier garantía penal, a cualquier actitud de respeto por las leyes civiles, a cualquiera de las reglas constitucionales que sirven de marco, freno o contrapeso a los impulsos políticos. En suma, si se lo mira en una perspectiva amplia, el derecho entero depende de que sus reglas —como sea que las identifiquemos e interpretemos— no sean puestas en la balanza de las decisiones con el contrapeso de nuestros intereses y pasiones del momento. Cualquiera que hoy propugna pasar por alto una norma porque cree que la ocasión lo justifica corre el riesgo de que, mañana, otros hagan algo semejante en su perjuicio. Habrá perdido el derecho a protestar y, en la medida en la que tal actitud se naturalice y generalice, el conjunto de la sociedad habrá perdido la facultad de gobernarse.



Un profesor de Harvard, Alan Dershowitz, sostiene que la tortura es, lisa y llanamente, un medio lícito para la investigación y prevención de los crímenes, en especial de los vinculados con el terrorismo. Apenas propone que para su empleo haga falta una buena razón amparada por una autorización judicial, de modo semejante a las condiciones para el allanamiento de domicilio o las escuchas telefónicas. La tesis suscitó de inmediato reacciones en el medio jurídico norteamericano, pero es indudable que ella es coherente, al menos, con las prácticas de Guantánamo.

Es cierto que la Constitución argentina prohíbe expresamente y para siempre “toda especie de tormento” (artículo 18), en tanto, al parecer, la de los Estados Unidos no contiene una cláusula equivalente. Pero lo interesante del tema no es el debate jurídico, sino su consideración moral.

Hace muchos años planteé ante un auditorio de funcionarios judiciales el conocido ejemplo de la bomba. Una bomba ha sido instalada en una escuela con trescientos niños y ha de estallar dentro de una hora o antes, si alguien entra en la escuela o sale de ella. Hay un detenido, que reconoce ser el autor del atentado, pero, por lealtad a su causa, se niega a revelar cómo puede desactivarse el artefacto. Una propuesta más o menos clandestina llega hasta el jefe de la operación: si se tortura al detenido, seguramente se obtendrá la información apetecida. ¿Aceptaremos esta propuesta o arriesgaremos la vida de los niños? La respuesta de mi auditorio, por amplia mayoría, fue afirmativa: torturemos, sí, torturemos. Y alguno agregaba un comentario personal: “si entre los niños estuviera mi hijo, yo mismo torturaría a ese malhechor”.

Cuando observamos estas reacciones desde un punto de vista imparcial, nuestra adhesión a los derechos humanos hace sonar insistentemente la alarma: ellas son moral, política y jurídicamente inadmisibles, aunque humanamente explicables. ¿Quiere decir esto que el auditorio que me tocó estaba compuesto por almas perversas? ¿O, más sencillamente, que cada uno ejerció a su modo un cálculo de costos y beneficios?

Intentemos por un momento examinar el tema sin pasión (lo que tal vez no sea aconsejable, como luego se verá). El ejemplo pone en conflicto dos estados de cosas que estimamos valiosos. Por un lado, la vida de trescientos niños inocentes. Por el otro, la integridad física momentánea (porque, en el ejemplo, nadie habló de matar ni de mutilar, sino sólo de causar dolor) de un individuo que incluso se ha jactado de ser culpable. Puestos esos valores en la balanza, ¿no ha de pesar más el primer platillo?

Ahí es donde está la trampa: en el uso de la balanza para el caso individual. Allí donde estén en juego los derechos humanos, siempre generales y por lo tanto abstractos, siempre será posible invocar o imaginar circunstancias que aconsejen vulnerarlos, incluso con la fuerza de lo moralmente obvio. Si no son los trescientos niños, pueden ser la soberanía de la patria, la gloria de Dios, la defensa de la seguridad nacional, la lucha por la civilización y la democracia o, como se decía en una época, el mantenimiento del modo de vida occidental y cristiano. En ciertos casos, hasta pueden invocarse unos derechos humanos para vulnerar otros derechos humanos.

En este tema, es doloroso decirlo, cada uno de nosotros tiene un precio, entendido éste como un bien que queremos lograr o preservar a toda costa (a toda costa). El problema reside en que si hoy hacemos pagar a otros un costo muy alto para defender lo que amamos, mañana otro puede hacérnoslo pagar a nosotros para defender lo que él ama con igual o mayor fervor. La gravedad de esa situación podría mitigarse en algo (de ningún modo eliminarse), si todos tuviéramos los mismos valores, porque en ese caso podríamos extrapolar nuestras valoraciones comunes hacia el campo ontológico, convertir la vida en un verdadero conflicto entre el bien y el mal y cerrar los ojos ante el daño que los malvados obtuvieran como castigo a su perversidad. Después de todo, la humanidad tiene larga experiencia en ese tipo de actitudes sin requerir para ello consensos unánimes. Pero un par de siglos de educación liberal nos han enseñado a advertir que no todos compartimos los mismos sentimientos y también a admitir que quien no piensa como nosotros no es necesariamente un ser demoníaco. Es claro que sigue habiendo conductas que nos parecen execrables, pero aun frente a ellas nuestro espíritu refrena en algo su odio, reconoce en el otro una semejante condición humana y trata de investigar y castigar sin exceso. Tal es el material del que están hechos las garantías penales y al menos algunos de los derechos humanos.

Detrás de estas construcciones de nuestro pensamiento jurídico y moral puede rastrearse cierta reflexión prudente. En efecto, queremos condenar a los delincuentes, pero preferimos absolverlos si la prueba de su delito, aunque concluyente, ha sido obtenida por medios ilícitos. No lo hacemos tanto por piedad hacia el afectado, sino porque queremos que nuestra privacidad, por ejemplo, sea respetada dentro de ciertos límites; o queremos evitar que se nos torture, cualquiera sea el motivo que se invoque para hacerlo.

Sin embargo, en cada caso individual en el que se oponga el derecho ajeno a nuestros sentimientos, a poco que estos sentimientos encuentren alguna coartada ideológica (situación de emergencia, peligro extremo, refundación de las instituciones, revolución, efervescencia de las opiniones) es probable que aquel derecho se vea derrotado: no porque lo neguemos en general, no, sino porque consideramos que, en estas circunstancias tan graves, es preciso hacer una excepción para evitar males catastróficos. La estructura de este pensamiento es semejante a la del profesor Dershowitz, fuertemente conmovido por el ataque a las Torres Gemelas y por la amenaza terrorista en general: tendemos a parecernos a él cuando cada uno de nosotros siente amenazadas sus propias torres gemelas.

¿Cómo escapar de esta pendiente resbaladiza? ¿Cómo asegurarnos de no llegar nunca a decir “sí, torturemos”, o, por lo menos, de que si algún día, presionados por nuestros sentimientos, lo decimos, muchos a nuestro alrededor acudan a hacernos entrar en razón? El remedio es poner tanta pasión colectiva en la defensa de aquella garantía que sintamos horror por la mera idea de poner la tortura en la balanza. Porque, si llegamos a ponerla allí, es trágicamente probable que el otro platillo pese más en nuestra conciencia. Crear y mantener esta actitud no es fácil, porque ella parece irracional en el nivel de las decisiones individuales: su racionalidad sólo puede advertirse en el nivel, mucho más abstracto, de las reglas generales de convivencia. Y nuestra vida cotidiana está normalmente muy lejos de ese nivel, condicionada por emociones, temores, odios, amores, esperanzas y otra multitud de sentimientos contingentes, pero concretos y motivadores en el momento.

Ahora bien, es preciso advertir que no sólo hemos estado hablando de la tortura. Las reflexiones ensayadas a propósito de esa práctica tan repudiada son aplicables, acaso con menor dramatismo, a cualquier garantía penal, a cualquier actitud de respeto por las leyes civiles, a cualquiera de las reglas constitucionales que sirven de marco, freno o contrapeso a los impulsos políticos. En suma, si se lo mira en una perspectiva amplia, el derecho entero depende de que sus reglas —como sea que las identifiquemos e interpretemos— no sean puestas en la balanza de las decisiones con el contrapeso de nuestros intereses y pasiones del momento. Cualquiera que hoy propugna pasar por alto una norma porque cree que la ocasión lo justifica corre el riesgo de que, mañana, otros hagan algo semejante en su perjuicio. Habrá perdido el derecho a protestar y, en la medida en la que tal actitud se naturalice y generalice, el conjunto de la sociedad habrá perdido la facultad de gobernarse.



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